VI.- LA ESTRATEGIA PARA LA
VICTORIA
Lenin
sostenía que la revolución debía comenzar por la toma del Estado para finalizar
con la transformación de la sociedad. Gramsci invierte los términos: se debe
comenzar por la sociedad para culminar con la toma del poder político, del Estado.
¿Y si juntamos las dos? ¿Si llegamos al poder para poner en práctica
las medidas necesarias para conquistar a la sociedad civil culturalmente? Esto
es lo que pasa en la Argentina, más específicamente con la reforma del Código
Civil.
La estrategia de Gramsci: Según la estrategia de Gramsci, lo que corresponde es una “agresión
molecular”, como él dice, a la sociedad civil. Según ya vimos, la sociedad
es para él un complejo sistema de relaciones culturales, un ámbito donde la
batalla central se libra en el campo de las ideas religiosas, filosóficas,
científicas y artísticas. Pues bien, dice, todas estas son las fortalezas que
es preciso ir conquistando poco a poco, las casamatas que hay que ocupar.
¿Sufrimos hoy una “agresión molecular”?
Tal es la perspectiva cotidiana,
inmediata, de una eficaz revolución proletaria. La revolución es, de por sí,
universal, por supuesto, la revolución es, de por sí, total, pero su
preparación ha de ser minuciosa, sectorializada. Por eso será menester
estudiar, prosigue Gramsci, cuáles son los elementos de la sociedad civil que
corresponden a los sistemas de defensa en la guerra de posiciones. Porque en
este caso no es cuestión de una guerra de movimientos, de una guerra al aire
libre, de una batalla campal; se trata de una guerra de trincheras, de
posiciones. Entre el Estado y las masas hay un montón de trincheras. No se
trata de tomar el Palacio de Invierno, o sea la sede de los Zares, sino las
casamatas de la cultura, que separan el Estado del pueblo. Coincidía en esto
con el último Lenin quien decía: “Hay que sustituir el asalto por el asedio”.
Así Gramsci no apuntó a los
medios de producción, como Marx, ni a los medios de poder político, como Lenin,
sino a los medios de comunicación y educación, considerándolos como el objetivo
básico para la conquista del poder. Para ello es vital el control de los medios
de comunicación de ideas, universidades, colegios, prensa, radio, etc. Lo que
hay que destacar es lo esencial: la conquista de la hegemonía es más importante
que la toma del poder político. Un poder político que no tenga una sociedad
civil que le responda ideológicamente, está girando en el vacío. Si se logra
que la mayoría acepte la ideología inmanentista, la ideología socialista, la
toma del poder político será como recoger una fruta madura.
Trátase,
como puede verse, de una estrategia sin tiempo que a algunos desorientará por
las alianzas totalmente insospechadas que podrá entablar un marxismo que
trabaja en una guerra de trincheras. Las
alianzas podrán cambiar, pero los objetivos son invariables: suplir los valores
sobre los que se asienta la sociedad. Esta estrategia está impregnada de
rasgos maquiavélicos. No en vano para Gramsci el moderno Príncipe es el Partido
Comunista, quien no deberá desdeñar sin más los sabios consejos de Maquiavelo.
¿En qué sentido el Partido es el nuevo Príncipe? Antes que nada por su extremo
realismo, que lo conducirá a saber aprovechar todas las ocasiones para alcanzar
los objetivos que se propone. El moderno Príncipe, dice, “está caracterizado
por la máxima decisión, energía, resolución, y es dependiente de la creencia
fanática en las virtudes taumatúrgicas de sus ideas”. El Príncipe de Maquiavelo
se movía, por cierto, en el ámbito particular de la historia renacentista,
entre intrigas de palacio y un pequeño mundo disputado por varias decenas de
“condottieri”. El Partido, como moderno Príncipe, es el agente de la historia
total, de la sustitución de una hegemonía por otra. No habrá de ser un Príncipe
dogmático sino flexible, astuto, que jamás olvide hacer un cuidadoso cálculo,
sumas y restas, de los intereses e ideas en juego, para luego saber aprovechar
las debilidades ajenas, y preparar las “traiciones de clase” de que hablaremos
enseguida.
2. Desmontaje y montaje
Acabamos de ver cómo el error de Lenin, al menos para Gramsci, fue quizás
emprender la toma del poder político, mientras la sociedad rusa continuaba
impregnada de las ideas y creencias tradicionales. Pero esa sociedad era
“gelatinosa”, dice Gramsci: y eso puede explicar un poco lo de Lenin. No es así
la sociedad occidental, asentada sobre una cosmovisión bastante definida.
Gramsci juzga que la hegemonía proletaria sólo se alcanza de manera plena
cuando se consigue destruir la cosmovisión preexistente en una determinada sociedad,
y se logra introducir la nueva conciencia del inmanentismo integral. Habrá que
meter pie en el aparato del Estado, en los medios de expresión de la opinión
pública, en las universidades, en los colegios, en las parroquias. Como
la larga marcha de Mao, pero no a través de las montañas, sino a través de las
instituciones. La revolución habrá de ser preparada
con tiempo, paciencia y cálculo de alquimista, desmontando pieza por pieza la
sociedad civil, infiltrándose en sus mecanismos, cambiando la mentalidad de la
mayoría. No bastan pues los cambios económicos, como no es suficiente la toma
del poder estatal. Todo ello sería insuficiente y precario, ya que el dominio
burgués seguiría teniendo el consenso de las clases subalternas, y la burguesía
reconquistaría pronto el poder político, con la excusa de salvar “el orden
conculcado”, quizás a través de un caudillo al estilo de César, Napoleón
o Mussolini. A toda costa es preciso evitar el caos,
porque en el caos perdemos todos; el caos puede llamar de nuevo a las fuerzas
de la vieja cosmovisión.
El proyecto gramsciano:
Resumiendo, Gramsci razona así: El mundo moderno es el
mundo de la inmanencia, y entre inmanencia y trascendencia no hay mediación
posible. Sólo llevando el inmanentismo hasta
sus últimas consecuencias se podrá establecer el “orden nuevo”. La implantación
de dicha hegemonía implicará dos momentos. Ante todo, el momento crítico,
consistente en corroer y destruir la cosmovisión persistente; es una lucha
intelectual, que apunta a la eliminación de los principios fundamentales que
constituyen la estructura mental de la sociedad. El segundo es constructivo, y
apunta a la integración de la nueva cosmovisión, de modo que impregne las
mentes de la sociedad. Conseguida esta finalidad, se habrá alcanzado la
hegemonía.
a. El momento destructivo
Acertadamente señala Gramsci cómo
toda revolución seria ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de
penetración cultural, de permeación de ideas.
La misma estrategia que la
Ilustración: Pues bien, a imitación de la estrategia empleada por la Revolución
Francesa, dice Gramsci, el marxismo, que es hijo legítimo de esa Revolución,
primero tendrá que desmontar. Tendrá que hacer ese trabajo volteriano, del
panfleto, de la comedia, de la burla del antiguo estado. No siempre será fácil,
pero habrá que hacerlo. Habrá que ir desintegrando lentamente el bloque
histórico, el bloque ideológico dominante, habrá que meterse, buscar cualquier
rendija, por pequeña que sea, para irlo resquebrajando, tratar de que comiencen
a fallar los mecanismos de la sociedad civil en vigor.
En este
trabajo de demolición a lo que hay que apuntar ante todo es, obviamente, a la
clase hegemónica y dominante, porque detenta tanto la hegemonía como el poder
político, para que empiece a perder la hegemonía y pase a ser sólo dominante.
Es decir que no tenga ya el control sereno de las ideas sino que se vaya
haciendo solamente dominante, de pura coerción, exclusivamente policial o
judicial. En Occidente la clase dirigente es hegemónica, observa Gramsci,
gracias a esa ligazón estrecha, interdependiente, entre sociedad política y
sociedad civil. Lo que tiene que hacer la revolución es demostrar la hegemonía
reinante en la sociedad civil, tratar de que la clase dirigente pierda el
consenso, es decir, que no sea ya dirigente, sino únicamente “dominante”,
detentando la pura fuerza coercitiva. “Para ello hay que tratar de despojarla de su prestigio espiritual,
desmitificando los elementos de su cosmovisión mediante una crítica continua y
corrosiva. Esta crítica debe sembrar la duda, el escepticismo y el desprestigio
moral en relación de quienes dirigen. Debe destruir sus creencias y sus
instituciones y debe corromper su moralidad”.
Tal sería el blanco inicial de la
estrategia de destrucción: lograr el desprestigio de
la clase hegemónica, de la Iglesia, del ejército, de los intelectuales, de los
profesores, etc. Habrá incluso que aprovechar las ideas mismas de las
clases dirigentes, empleando por ejemplo su mismo lenguaje. Habrá que enarbolar las banderas de las libertades
burguesas, de la democracia, como brechas para penetrar en la sociedad civil.
Habrá que presentarse maquiavélicamente como defensor
de esas libertades democráticas, pero sabiendo muy bien que se las considera
tan sólo como un instrumento para la marxistización general del sentido común
del pueblo.
El resquebrajamiento del mundo
burgués era par Gramsci uno de los signos que le daban más esperanzas de
triunfo. Una sociedad se desintegra, un bloque histórico se agrieta cuando
comienzan a fallar los mecanismos de la sociedad civil. Este quebranto es, en
gran parte, la obra de los intelectuales que empiezan a traicionar. Gramsci
considera que se ha ganado una gran batalla cuando se logra la defección de un
intelectual, cuando se conquista a un teólogo traidor, un militar traidor, un
profesor traidor, traidor a su cosmovisión. Nada más efectivo que eso: suscitar
la traición de algunos intelectuales a la cosmovisión tradicional, con el
consiguiente acercamiento a la nueva hegemonía que aparece en el horizonte. No
será necesario que estos “convertidos” se declaren marxistas; lo importante es
que ya no son enemigos, son potables para la nueva cosmovisión. De ahí la
importancia de ganarse a los intelectuales tradicionales, a los que,
aparentemente colocados por encima de la política, influyen decididamente en la
propagación de las ideas, ya que cada intelectual (profesor, periodista o
sacerdote) arrastra tras de sí a un número considerable de prosélitos. El
bloque comienza a resquebrajarse cuando un cierto número de intelectuales
traiciona a los representantes de la hegemonía reinante.
Es este un aspecto muy importante
en la estrategia gramsciana: lograr el desprestigio de la clase hegemónica. Y
algo más: lograr que los que se opongan o intenten oponerse al orden nuevo, los
que denuncian su estrategia, sean reducidos al silencio. Esto es fácilmente
conseguible a través de los órganos de difusión cultural; denigrar y
ridiculizar a los que luchan contra la nueva cosmovisión, como si se tratara de
gente retardataria, cavernícola, etc., que no está a la altura de los tiempos
modernos. Tal fue uno de los métodos que, en la línea de Gramsci, sería
predileccionado por el comunismo italiano, el de marcar a fuego al adversario.
Gracias al dominio cultural, hoy ya no se hacen necesarios los campos de
concentración para los adversarios lúcidos del marxismo. Ya no será necesario
emplear el terror físico contra los disidentes intelectuales de la nueva
cosmovisión, de la nueva hegemonía. Bastará su marginación moral. Como bien
dice Del Noce, “la así llamada evolución democrática del comunismo consiste en
el paso del terror físico a la marginación moral”.
b. El momento constructivo
c. La superación del cristianismo
Se trata de hacer entender a los
cristianos que todo aquello por lo que han luchado y en lo que han creído, no
es más que una versión utópica e ilusoria de las necesidades, intereses y
aspiraciones reales. La filosofía de la praxis recogerá esas necesidades,
intereses y aspiraciones, mantendrá, por así decirlo, dichas necesidades,
intereses y aspiraciones, pero haciéndoles sufrir una transformación radical.
Las recogerá, pero inmanentizándolas. ¿Buscan Uds. un paraíso? Lo tendrán, pero
no en el más allá sino en la tierra; el paraíso, sí, pero en la tierra.
Conservará, incluso, el lenguaje teológico, pero dándole un nuevo contenido, un
contenido inmanentista. […]La religión se manifiesta como apreciando al hombre,
como buscando su bien pero en la perspectiva de “otro mundo”, en la esfera de
lo utópico. Se trata de recuperar esa importancia que se atribuye al hombre,
pero no vinculándolo a una vacua “trascendencia”, sino a la misma historia del
hombre, la que es hecha por el hombre y para el hombre, a través de la cual el
hombre se crea a sí mismo.
Labor, por tanto, intelectual y
práctica a la vez: refutar teóricamente el cristianismo, desmontando las piezas
principales de su sistema, y ofrecer a los cristianos metas de verdadero
interés, metas tangibles, sensibles y terrenales, que faciliten el trasvase desde
una concepción trascendente a una concepción inmanente, que es la única real.
No se trata, por tanto, de dejar a las masas católicas sin una concepción del
mundo; se trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción del mundo; se
trata de ir sustituyendo paulatinamente la concepción inmanente, en que
filosofía, política y sentido común se identifiquen. Es el secularismo
alcanzando su punto extremo, al secularizar incluso la religión. La afirmación
de que el Partido es el nuevo Príncipe que ocupa en las conciencias el puesto
de la divinidad o del imperativo categórico, da a entender cómo el marxismo es,
literalmente, la “religión secularizada”. El comunismo es para Gramsci el
equivalente moderno de la Iglesia Católica, un equivalente diametralmente opuesto
en los principios, dado que la única realidad sobre la que no sólo se puede
sino que se debe hablar es la realidad de aquí abajo.
Para Gramsci la decadencia de la
religión comienza cuando los intelectuales de la fe, como son los sacerdotes y
teólogos, se van inclinando a minusvalorar las categorías de la trascendencia y
a enfatizar desmesuradamente las de la inmanencia y la modernidad. En ese caso
el proceso va tomando buen cariz. Estos nuevos teólogos, decaídos ya de la fe,
funcionan entonces según el modelo bien analizado por Gramsci de los
intelectuales que realizan la traición de clase. Son aquellos que, al decir de
nuestro autor, “están a punto de entrar en crisis intelectual, vacilan entre lo
viejo y lo nuevo, han perdido la fe en lo viejo, pero todavía no se han
decidido a favor de lo nuevo”. A tales sacerdotes no les hacen demasiada mella
los argumentos intelectuales de su fe antigua; ahora miran lo tradicional con
recelo, toman distancia de la tradición, y si bien no se abrazan aún plenamente
con lo nuevo, comienzan a vivir en la ambigüedad. Las combinaciones
“cristiano-marxistas”, las asociaciones de “cristianos para el socialismo”,
etc., que vendrán después, tienen un espléndido retrato en esos análisis de
Gramsci. Los “clérigos marxistas” son precisamente intelectuales traidores que
se “convirtieron” a la modernidad, acercándose a los nuevos dirigentes que se
van apoderando de la cultura.
Antonio Gramsci y la Revolución
Cultural del Reverendo Padre Alfredo Saenz. Conferencias pronunciadas los días
12 y 13 de Agosto de 1987, en la sede de la Corporación de Abogados
Católicos, Libertad 850, Capital Federal.
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