El Santo
Padre dijo que dejará la Cátedra de Pedro el 28 de febrero de este año para
asentarse en un convento de clausura. ¿Por qué ese día? Si vemos el Santoral
tal vez encontraremos algunas respuestas.
SAN ROMÁN, ABAD
(+ 460)
Destinado a ser uno de los
constructores de la nueva sociedad, nace en el momento en que se hunde el
Imperio romano de Occidente. Las ruinas y las invasiones dejan en su alma una
profunda amargura. No es desaliento, sino más bien, resolución de separarse de
aquella sociedad, que no había podido salvarse del naufragio, y que podía
perderle también a él.
A los treinta y cinco años, después de haber pasado por las escuelas de la
provincia de Lyón, se retira a la extremidad oriental de la Galia,
estableciéndose en un valle de la cordillera del Jura, llamado Condat, poblado
de bosques impenetrables y fecundados por dos alegres riachuelos. Todo su
equipaje lo formaban unas herramientas, un manuscrito de las Vidas de los
Padres del Yermo, y algunos puñados de semillas.
Su primer abrigo se lo dio un pino enorme,
cuyas ramas espesas le recordaban la palmera que había cobijado al primer
ermitaño egipcio. A su sombra empezó a rezar, a leer, a plantar sus legumbres y a vivir para Dios en el silencio y en el olvido: sólo las bestias salvajes turbaban aquella soledad,
pero el solitario se las arreglaba bien con los lobos y los jabalíes. Sin
embargo después de muchos años logró hallarle su hermano Lupicino, y así
terminó aquella vida de aislamiento. Llegaron después otros y otros; tantos,
que fue preciso levantar varios monasterios entre los pliegues de aquellas
montañas. Tanto crecía la multitud de los novicios, que un monje se quejaba de
que ya no tenía sitio ni para acostarse. Los dos hermanos llevaban en común la
dirección, y una hermana suya gobernaba en las cercanías una comunidad de
quinientas religiosas.
Cada monje tenía su celda separada. Sólo se
reunían para comer y rezar. En estío dormían la siesta bajo los árboles
gigantescos que en invierno les defendían del cierzo y de la nieve. Sus modelos
eran los monjes orientales. Llevaban zapatos y túnicas de pieles de animales,
mal cosidas, que les preservaban de la nieve, pero no del frío riguroso de
aquellas alturas, donde, como dice el hagiógrafo, se siente en verano el calor
insoportable del sol, reflejado por las rocas, y hay que estar dispuesto a
vivir en invierno bajo el peso de la nieve. Todo aquello era poco para los dos
abades. Dormían en el tronco de un árbol labrado en forma de cuezo, se
alimentaban de harina de cebada y salvado, sin probar el aceite, la leche y la
sal, y trabajaban en el campo como el último de los monjes. Lupicino era mucho
más impetuoso que su hermano. Un día, viendo que los cocineros cocían aparte
las legumbres, los peces y las hierbas, irritado de aquella delicadeza, cogió
todas aquellas cosas y las echó en la misma caldera. Muchos religiosos
protestaron de aquella destemplanza, y hubo doce que llegaron a marcharse del
monasterio. Trabose con este motivo una violenta discusión entre Lupicino y
Román:
-Si
viniste para hacer desertar a nuestros hermanos -decía Román-, mejor era que no hubieras venido.
-Por poco
te inquietas -repondió Lupicinio-; si
la paja se separa espontáneamente del grano, tanto mejor. $sos fugitivos son
doce orgullosos que tienen altos tacones y en los cuales no habita el Señor.
Pero a Román, amigo de hacer las cosas con
suavidad y mansedumbre, le desagradaban aquellos arrebatos de su hermano, por
lo cual le tenía con frecuencia con misiones y negociaciones fuera del monasterio.
Para eso se las pintaba el terrible abad. Sabía hablar con los príncipes y
aterrar a los tiranuelos. A uno de ellos le arrastró hasta la corte de
Chilperico, rey de Borgoña. Dicen que, al entrar en el palacio, el trono real
tembló como si hubiera habido un terremoto. Asustose el rey, pero, más
tranquilo, viendo al viejo cubierto de pieles, asistió con admiración al debate
de los dos contendientes.
-¿Eres tú -dijo el magnate-; eres tú, viejo impostor, quien insulta
impunemente al poder, anunciando que toda esta región y sus jefes corren a la
ruina?
-Sí, yo soy-respondió el monje-. Yo
soy, hombre perverso y degenerado, que vas a llevar finalmente el castigo de
tus crímenes.
Después el abad expuso al rey las injusticias
de aquel señor con las gentes del campo y cuantos eran incapaces de defenderse.
Entretanto, Román regía los escuadrones
monacales de Condat, que se había convertido en un centro de fecundidad
colonizadora, y al mismo tiempo, en una de las escuelas más célebres de aquel
tiempo. El estudio de los oradores antiguos se mezclaba a la transcripción de
códices. Se estudiaba el griego y el latín, y el maestro era un discípulo del
fundador, Vivenciolo, el amigo de San Avito, obispo de Viena, a quien escribía
corrigiendo sus discursos y los barbarismos de sus cartas. Pero Vivenciolo
estaba sujeto, como los otros, al trabajo manual. Era ebanista, y entre otras
cosas hizo para su amigo una silla. "En
lugar de esta silla que me has enviado -le escribió Avito-, yo te deseo una
cátedra." Fue un presagio, porque más tarde Vivenciolo fue nombrado
obispo de Lyón; dejó la abadía con gran sentimiento de su abad.
FRAY JUSTO PÉREZ DE
URBEL O.S.B.